RUTA SLOW LIFE POR LA OROTAVA
Sun and sea
¡Qué prisa tienes!
Sin prisas, a la sombra del Teide, el auténtico modo de vida de la que llaman «la Florencia de Canarias».
La Orotava, en Tenerife, es como «la Florencia de Canarias». Su casco histórico, sus jardines, sus museos y su luz desprenden esa belleza con sabor a auténtico que emociona. Ha logrado mantenerse a lo largo de los siglos, así que al pasear por sus calles adoquinadas Villa Arriba y Villa Abajo, con dragos salteados por el camino, lavaderos de agua y molinos en uso se comprende ese «¿Qué prisa tienes?» de quienes prefieren disfrutar de la jornada sin un cronómetro en la mano. A la sombra del Teide, hay tiempo para que la emoción sacuda los sentidos al recorrer esta localidad tinerfeña que protege y valora este concepto de calidad de vida basado no solo en vivir, sino en saborear lo que se vive.
CittaSlow Internacional
Recientemente, la Villa de La Orotava ha sido reconocida con la certificación de Cittaslow Internacional que otorga la asociación Cittaslow Red de Municipios por la Calidad de Vida, presidida por Joan Loureiro. En la actualidad, el movimiento está presente en 236 ciudades de 30 países de todo el mundo. Entre ellas, localidades de Alemania, Francia, Noruega y Holanda, pasando por Australia, Turquía, China, Corea del Sur, Estados Unidos y, por supuesto, España. Entre las ocho españolas se encuentra La Orotava, un lugar donde se ha dado un paso más en la oferta de turismo sostenible para crear vínculos emocionales a través de su riqueza paisajística, cultural y social, «porque aquí las personas se tocan, se preocupan, se reúnen para compartir la mesa y contarse cómo les ha ido el día», explica Osman, pintor egipcio de nacionalidad canadiense que fijó su residencia en La Orotava hace más de veinte años «y ya nadie me mueve de aquí», apostilla.
La ciudad que abraza
Osman vive en frente de la casa más famosa de la Villa de La Orotava: la Casa de los Balcones. Desde este enclave privilegiado retrata la vida cotidiana y lo que está más allá del quehacer de los vecinos, «ese halo espiritual que desprenden las personas, las calles, los inmuebles al atardecer, sobre todo después de la lluvia, cuando la luz es diferente», explica. Su mesa de trabajo, situada en el entresuelo, recibe ese resplandor que proviene de la calle desde una ventana enrejada. Allí crea obras de arte en las que el paisaje, la naturaleza y las costumbres son reflejo de esa vida ideal con la que sueñan algunos y solo alcanzan unos pocos como él. «Vives con la ciudad, que te abraza, no te aprisiona», reconoce conmovido rodeado de pinceles y mixturas de acuarela.
El enorme caracol que recibe a los visitantes en la entrada de la Villa representa la Red Internacional por la Calidad de Vida, y también se distingue en algunas pequeñas placas redondas, sobre el asfalto, en vías estratégicas como la entrada del Jardín Victoria. Allí, el empresario de astroturismo Juanjo Martín, cuenta la anécdota de que el mausoleo que corona los bancales en forma de pirámides permanece vacío, aunque fue construido «según cuenta la leyenda, por un masón que quería enterrar allí a su hijo», comparte con entusiasmo. Se confiesa enamorado de las estrellas con su empresa Discover Experience, pero también de la historia de la masonería del municipio, así como de la tradición centenaria de las alfombras del Corpus Christi, declarada Bien de Interés Cultural y Fiesta de Interés Turístico Nacional. Cada año, a finales de junio, las calles que circundan la iglesia de Nuestra Señora de la Concepción son decoradas por familias «que tienen sus espacios asignados desde hace generaciones, así que los vecinos compartimos muchos días de trabajo y festejos para decorarlos todos juntos; para que las nuestras —añade con un guiño— sean las más bonitas».
Esta tradición se suma a la de sus típicos molinos, por los que era conocida La Orotava en el resto de la isla. Manuel Hernández Cabrera, conocido cariñosamente como Lolo, aclara que el Molino La Máquina, del que es propietario, está en funcionamiento desde 1638. Se trata de uno de los dos que permanecen en activo en la actualidad, donde llegó a haber hasta una quincena. Se confiesa sin tapujos «enamorado» de su oficio, aunque también reconoce que este trabajo artesanal no es fácil. «Menos el reparto —cuenta—, todo lo hago yo: separar, moler, empaquetar…» Y además «con amor», apostilla. Nacido en el municipio, se ha adaptado a los tiempos «por amor a mi hija, porque convertí en barritas energéticas de gofio los paquetes amasados con miel, almendras, pasas, canela y limón que le preparaba para ir a caminar y ahora —reconoce— son un éxito entre los senderistas».
Complicidad sostenible
Y del padre fue de quien aprendieron el oficio Pedro y Tomás Chávez, zapateros de la Villa que desempeñan su labor artesana en una habitación de apenas 12 metros cuadrados, frente a la Plaza de San Francisco. Allí reciben encargos de toda la isla, de Sevilla e, incluso, de Alemania. De hecho, a ojo cuentan que tienen más de 1000 zapatos en las estanterías. No hay un hueco libre en la estancia se mire donde se mire. Además de calzado, por todos lados cuelgan farolillos, martillos, llaveros, sombreros… y, debajo, máquinas de coser, más de cuatro, «antiguas pero todas en funcionamiento si quisiéramos —destaca Pedro Chávez—, pero las guardamos porque nos gusta, igual que todo lo demás». Al fondo una máquina moderna para pulir y en el centro, frente a una puerta pequeña, los dos hermanos sentados en sendas sillas de hierro ante una mesa llena a rebosar con los últimos encargos. Contestan a las preguntas de la entrevista sin dejar de golpear los zapatos. El aire está impregnado de olor a cuero y pegamento, pero ellos parecen no percibirlo, tampoco los clientes que entran. Charlan con todos animadamente, como si fueran de la familia, con ese humor lleno de ironía que denota una gran confianza. «Me lo habrás arreglado bien, ¿verdad, Pedro?», le preguntan. «Claro que sí. Bien, pero no tanto como para que no vuelvas», y las risas se contagian con miradas de picardía.
«Enamorarse de un lugar tiene mucho que ver con la experiencia personal de cada uno, con la mochila personal que cargamos, por eso nuestras rutas culturales son algo más que turismo, tratamos de despertar los recuerdos, de vincular al visitante a este lugar maravilloso a través de sus vivencias personales». Así describe Belén López González las rutas guiadas por el casco histórico de La Orotava que realiza a través Canarias en Ruta, marca de Culturamanía, que nació en el municipio hace quince años. Especialista en turismo cultural y pionera en la creación de rutas de interpretación del patrimonio, considera que solo el «apego y el vínculo emocional impulsa a las personas a conservar lo que aman». Natural de Los Realejos, prefiere las medianías de la Villa «porque te dan sorpresas a diario con sus costumbres arraigadas, por su apego a la tierra y también por sus rincones en los que abundan detalles llenos de la belleza de lo cotidiano».
Cultura Villa Arriba y Villa Abajo
Y la tradición de vivir y trabajar en La Orotava se hereda y amplía horizontes, también al sector audiovisual. La Orotava es desde hace 14 años la sede del Festival de Cortos Villa de La Orotava. Su director, Enrique Rodríguez, decidió poner en marcha este certamen «para reunir una vez al año, durante nada menos que veinte días, a cineastas de todo el mundo para que conozcan la belleza y el ritmo de este lugar lleno de vida auténtica». Tras vivir en Villa Arriba y luego trasladarse con su familia a Villa Abajo, reconoce llevar las cuestas «en vena, además de en las piernas», unos paseos que, sin embargo, permiten disfrutar cada día del año de esa perspectiva que buscan los cineastas «con los colores que cambian con la bruma y el alisio y que —destaca—, como los días que se viven de verdad, nunca son los mismos».
Por eso el arte de la vida slow y la belleza florentina de La Orotava no es solo un día sin reloj, o saludarse por la calle a la sombra de los tejados o los balcones mientras se bromea de vuelta al trabajo. También es pintar la luz que se cuela entre las nubes tras un día de lluvia, escuchar el agua con los ojos cerrados, ir a comprar un kilo de gofio al molino, sentarse a ver una película, pasear por los jardines Hijuela del Jardín Botánico, como hace el pintor Imeldo Pérez García, y maravillarse, en sus palabras, «con el paisaje y la vegetación hasta el punto de quitarse la concha y ser, simplemente, un caracol que ha descubierto el placer de encontrarse frente a frente con las ganas de vivir lo que traiga la marea» o, en este caso, la bruma y la sombra del Teide.