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ERA UN QUESO A PUNTO DE DESAPARECER, PERO ELLOS VAN A SALVARLO

Gastronomía

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La historia de los últimos pastores trashumantes de las Islas Canarias y su queso de flor

Tras siglos de silenciosa y recóndita labor, recorriendo tierras en busca de pastos para alimentar sus ganados y llevar los quesos resultantes a los mercados locales, los últimos pastores trashumantes de Gran Canaria han acabado convertidos en estrellas mediáticas por esa atávica labor que casi nadie sabía que aún practicaban (trashumancia) y su aún más desconocido producto (el queso de flor que trasciende ahora las fronteras de la propia comarca donde sí es apreciado –el norte de la isla– e, incluso, las de la costa de esta ínsula que son su frontera natural y su resguardo).
Lo de la trashumancia no es ninguna rareza. “Desde antes de la invención de la agricultura, nuestros ancestros domesticaron diversas especies de animales, especialmente rumiantes, y desarrollaron técnicas pastoriles, por las que el hombre acopla los movimientos de su ganado a los ritmos productivos de la naturaleza”, decía el maestro quesero en el prólogo del libro Los últimos trashumantes de Canarias. Y aquí, como en el resto del mundo, ha sido exactamente igual desde que hace más de dos mil años llegaron los primeros pobladores a este archipiélago procedentes del norte de África, con sus cabras, ovejas, cerdos y perros y la clara intención de quedarse.
Su cultura pastoril –y hasta el vocabulario específico de la lengua que hablaban– pervivió al choque que supuso la conquista europea por las armas, que tardó en culminarse algo más de un siglo. Los indígenas canarios llevaban sus ganados de cabras de costa a cumbre en busca de los ricos pastos que las distintas estaciones del año ofrecían según la altitud y el clima. El invierno en la costa es más suave y crece antes la hierba; en verano, en las cumbres montañosas, aprovechan el pasto seco. Las siguientes generaciones de isleños, asimilados a la nueva sociedad que surgió tras la conquista, siguieron recorriendo las mismas rutas de trashumancia que sus antepasados, y aunque el idioma cambió por lo que hoy se conoce como el “español de Canarias” (con su propio acento, influencias, expresiones y vocabulario), ha pervivido un rico y variado léxico anterior.
 

“En las Islas Canarias perviven cerca de cuatro mil topónimos de la lengua guanche, pero es el sector pastoril el que conserva el mayor caudal de vocabulario de los aborígenes”, afirma el catedrático de Filología de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria (ULPGC) Maximiano Trapero. La cabra domesticada sigue siendo la jaira y su cría, el baifo. “Muchas de las plantas que comen los animales de pastoreo siguen conservando los nombres que les dieron los naturales de las Islas: tabaibas, beroles o berodes, bejeques, tagasastes, balos, iramas, fares o faros, gasias, tederas, jorjales y un larguísimo etcétera”, detalla en un artículo para la revista especializada canaria Pellagofio.

“Muchas de las plantas que comen los animales de pastoreo siguen conservando los nombres que les dieron los naturales de las Islas: tabaibas, beroles o berodes, bejeques, tagasastes, balos, iramas, fares o faros, gasias, tederas, jorjales y un larguísimo etcétera”.

Esa trashumancia, expresión más reciente entre los pastores para lo que antiguamente llamaban, simplemente, “la mudada”, fue desapareciendo poco a poco de todas las Islas. ¿Todas? No, aún se resiste a desaparecer en Gran Canaria. Y, además, con un animal que evolucionó del cruce de las ovejas indígenas de pelo con las de lana que trajeron conquistadores y colonos desde la Península. El resultado es hoy la existencia de tres razas autóctonas de ovejas, siendo la denominada simplemente “oveja canaria” la que hay en esta isla y todavía hoy unas pocas familias siguen llevando de trashumancia.

Apenas llegan a la veintena el número de pastores trashumantes en pleno siglo XXI, casi todos en el norte de Gran Canaria. Y de esos pocos, se cuentan con los dedos de una mano los que siguen elaborando una rareza aún mayor que practicar la trashumancia en los tiempos que corren: el queso de flor (así llamado porque la leche se cuaja con flor de cardo silvestre diluida y macerada en agua, en vez de con cuajo animal, lo que le aporta su característico sabor de final amargo muy agradable).
Se trata de un queso, pues, en vías de extinción cuando está siendo descubierto por grandes chefs y consumidores de quesos raros y exclusivos que disfrutan de su especial bouquet, la inusitada y extraordinaria sensación en boca de su textura fundente y el sabor con toques ácidos, a cueva y a hierba fresca, gracias a la leche que produce un ganado alimentado con los mayores manjares vegetales y silvestres que una oveja pudiera imaginar… si es que una oveja puede imaginar, aunque sí debe ser consciente de ello, de alguna manera, puesto que se emociona en cuanto ve al pastor hacer los preparativos de la mudada y, haya sol o lluvia, camina ligera por ancestrales veredas al destino suculento de cada nueva trashumancia.

Este queso de flor, con una denominación de origen que lo define e identifica “de Guía”, lo sitúa en una pequeña comarca de apenas tres municipios (hay que sumar los de Gáldar y Moya). ¿Y por qué Guía lo bautizó? La plaza delante de su iglesia reunía cada domingo a pastores y agricultores que bajaban de los campos cada siete días a vender sus productos, que cargaban al hombro o sobre bestias por veredas y caminos. Tan antiguo que, a solicitud del Ayuntamiento, el 15 noviembre de 1935 publicó la Gaceta de Madrid (Diario Oficial de la República) el reconocimiento y la autorización formal para un mercado dominical que se venía celebrando de facto “desde tiempo inmemorial sin que las personas de edad más avanzada recuerden la fecha de su comienzo”.

La merecida fama del Queso de Guía (cuajo animal) y del Queso de Flor de Guía (cuajo vegetal), que se vendían los últimos siglos en ese mercado al aire libre y amparados actualmente en una DO, tiene en dos pastores trashumantes y en constante mudada (hasta tres y cuatro veces al año) a sus iconos más conocidos y reconocidos, por permitir que estas dos joyas sigan llegando a nuestras mesas: José Mendoza y familia (Cortijo de Pavón) y Cristóbal Moreno (Cortijo de Caideros), respectivamente. No son los únicos, pero quedan muy pocos. Ni serán los últimos, porque hay relevo generacional, pero tan escaso que sí puede que sean los penúltimos.